El aire en el opulento salón se había vuelto tan denso que podía cortarse con un cuchillo. La música, antes una melodía elegante, se detuvo abruptamente, dejando un silencio ensordecedor que amplificó el resonar de cada palabra. Elías, con la perfecta fachada de impasibilidad rota en mil pedazos, sentía que su mundo se venía abajo con la llegada de Ariadna de la mano de Kiam. Su rival, el traidor que había intentado destruir su manada, estaba allí, sonriendo con arrogancia y reclamando a la mujer que el destino le había atado.
La rabia de Elías era un incendio silencioso, una fuerza primordial que amenazaba con consumirlo. Dio un paso hacia ellos, con la intención de tomar a Ariadna y arrastrarla lejos de la asquerosa burla de su primo. Sin embargo, su mano apenas se estiró cuando Ariadna, con una ferocidad que Elías no le había visto antes, lo encaró.
—¡No te atrevas a tocarme, Elías! —su voz, que hasta hace poco había sido tan suave como una brisa, resonó con una fuerza helada, haci