Elías no pudo conciliar el sueño. La imagen de Ariadna lo asaltaba, una y otra vez, con la ferocidad de una bestia herida. No era solo la obsesión que lo carcomía, era algo más. Un eco en su sangre, una resonancia que no entendía y que lo perturbaba más que cualquier amenaza externa. Se levantó de su escritorio y caminó hasta la ventana, observando el río de luces rojas y blancas que fluía por las calles de Florencia.
—¿Qué me hiciste, Ariadna? —susurró al aire, sintiendo el vacío de la habitación. No era un capricho. Era una necesidad. El deseo de poseerla se había transformado en una sed insaciable. Una voz en su mente, la voz ancestral de su linaje, le exigía encontrarla, marcarla, hacerla suya. Pero la lógica, la parte de él que aún conservaba un rastro de humanidad, le gritaba que se detuviera. Que Lyra tenía razón. Que estaba cometiendo un error.
Un golpe seco en la puerta lo sacó de sus pensamientos. Era Lyra. Su rostro, pálido y tenso, contrastaba con la firmeza de su postura.