El Santuario de la Niebla
Elías no estaba en la cama cuando Ariadna despertó. En su lugar, el peso de las pieles de oso la arropaba, y el aire, antes impregnado con el aroma a tierra y pino del Alfa, ahora portaba una fragancia más dulce y especiada: canela, mantequilla derretida y la promesa de un desayuno caliente.
Se incorporó, el vientre ya redondeado tirando ligeramente, un recordatorio constante de la vida que se gestaba entre las cenizas de la guerra. La cabaña, rústica y envuelta en las protecciones arcanas que Elías había tejido en sus límites, era un santuario. Un "oasis" en medio del desierto de la traición.
Elías estaba de espaldas a ella, concentrado en la chimenea, donde un fuego vigoroso crepitaba bajo una olla de hierro. Iba vestido solo con unos pantalones de cuero gastados que se ceñían a sus caderas. Su espalda, amplia y marcada por el ejercicio y las cicatrices del liderazgo, se movía con una gracia poderosa mientras revolvía la comida. No era el Alfa Supremo, sino