Berlín, Alemania
Emilia
Llevo tres días cuidando de él. Tres días viéndolo respirar, comer y dormir. Tres días enteros soportando sus comentarios, su presencia, su maldita sonrisa ladeada.
Estoy agotada. De verdad.
No me dejan hacer otra cosa. No puedo escapar, no puedo esconderme, y lo peor es que no puedo ni siquiera ignorarlo. Porque Viktor Albrecht, a pesar de estar herido, no es un paciente que pueda ser ignorado.
En las mañanas, me toca llevarle la comida. En las tardes, vigilar que no se mueva demasiado. En las noches, sentarme en una silla junto a la puerta como si fuera su ridícula guardaespaldas personal. No sé en qué momento de mi vida pasé de ser una prisionera a ser la niñera de un mafioso egocéntrico.
—Me estás mirando otra vez —su voz ronca interrumpe mis pensamientos.
Parpadeo y mi mirada sube hasta su cara, encontrándome con esos ojos grises llenos de diversión. Me ruborizo, pero me niego a desviar la vista.
—No te estaba mirando.
—Lo hacías.
—No lo hacía.
—Claro qu