Tengo los ojos hundidos en el maldito diario y, hasta ahora, lo único que he conseguido es un fuerte dolor de cabeza.
Letras torcidas, dibujos hechos a mano, maldiciones que se crean y se deshacen al terminar cada página.
Estoy realmente agotada. Me siento en la orilla de la cama y, con la otra mano, me impulso para avanzar hacia la cocina, rascándome la cabeza. Un café bien cargado debería relajar mis neuronas caóticas, ya entumecidas de leer y releer cada hoja sin éxito alguno.
—¡Maldición! —me quejo al destapar el frasco de café. Está completamente vacío.
Me refresco el rostro con el agua del grifo y me arremolino el cabello en mi típica cebolla.
Aligero mis pasos cansados para ir a comprar café a la cafetería de la esquina.
Cuando tomo el elevador, una figura familiar se desvanece entre las escaleras y el piso siguiente. Me pongo casi de puntitas para buscarla, pero no veo a nadie.
Mientras insisto, la señora que subió conmigo al elevador me observa indiscretamente, juzgándome con