Cazando a un Casanova
Cazando a un Casanova
Por: Mckasse
Traición y venganza.

Margaret Romano Castañeda se encontraba sentada frente a su padre, sonriendo mientras sostenía la copa de vino tinto que él le había servido para celebrar su primer día en la universidad.

—A tu futuro, figlia mia —dijo Vittorinox Romano con su voz profunda, llena de orgullo.

—Salud, papá —respondió Margaret, chocando suavemente su copa con la de él.

Era un hombre imponente incluso sentado, con su cabello oscuro peinado hacia atrás, sus ojos verdes brillando con inteligencia y su traje gris hecho a la medida destacando sus anchos hombros. Su sola presencia llenaba el comedor de la mansión Romano, un palacete de mármol blanco situado a las afueras de Milán, rodeado de jardines y fuentes danzantes que parecían sacados de un cuento de hadas.

Margaret siempre había sido su princesa. Había crecido rodeada de sirvientas que la peinaban y vestían cada mañana, chefs que cocinaban lo que ella pidiera y guardaespaldas que la seguían discretamente incluso cuando salía con sus amigas a tomar café. Era la única hija de Vittorinox Romano, líder de una de las familias mafiosas más poderosas de Italia, y aunque su madre había muerto al darla a luz, su padre se encargó de darle todo lo que necesitaba.

Excepto la verdad.

Porque aunque Margaret sabía que su padre era un hombre rico, nunca imaginó el alcance real de su poder ni la profundidad de su propio linaje. Para el mundo, Vittorinox era un empresario respetado; para la mafia, un lobo alfa implacable. Para ella, era su héroe.

Margaret había heredado su sangre. No era una humana común. Su padre le había dicho desde niña que en su interior dormía una loba luna, la descendiente directa de una antigua línea de licántropos bendecidos por Selene, la diosa lunar. No era un secreto en la familia, pero él le había prohibido transformarse o usar su naturaleza hasta que cumpliera los veintiún años, para protegerla de los alfas enemigos que querrían someterla o matarla. No debía manifestarse como luna.

Ahora, con diecinueve años, Margaret se sentía orgullosa de su herencia, aunque nunca la hubiera manifestado. Parecía un chico. Porque vestía como chico.

—¿Te gustó tu primer día, tesoro? —preguntó, dándole un sorbo a su vino, mientras apuntaba en su agenda el siguiente lugar de las Vegas a donde tenía que ir..

—Sí, papá. Todos son muy amables. —Margaret sonrió, pensando en sus nuevas amigas de filosofía y literatura—. Aunque me costó encontrar las aulas… la universidad es enorme.

—Te acostumbrarás. —Él la miró con un brillo nostálgico en los ojos—. Tu madre estaría muy orgullosa de ti.

Margaret bajó la vista, sintiendo un nudo en la garganta. En ese momento tenía el pelo muy corto, y nunca usaba maquillaje, le gustaba el color lila y el color oscuro, además era amante de todo lo que tuviera que ver con el estilo metalero, anillos de carabelas, collares de púas y muchos brazaletes. Siempre le dolía que su madre no estuviera para compartir esos momentos, pero también se sentía feliz de tener a su padre, que la consentía con desayunos sorpresa, viajes a París y Nueva York, y joyas que valían más que un apartamento de lujo. Era su héroe, su rey.

De pronto, uno de los guardaespaldas entró corriendo al comedor. Su rostro, siempre impasible, estaba tenso como un cable eléctrico.

—Signore Romano, debemos irnos. Ahora.

Vittorinox frunció el ceño.

—¿Qué sucede?

—Están aquí.

Margaret miró confundida de uno al otro.

—¿Quiénes están aquí?

El guardaespaldas no la miró. Solo se mantuvo atento a su jefe.

—La seguridad ha sido vulnerada. Sus hombres están muertos o heridos. Hay disparos en la entrada principal, así que debemos sacarlos de aquí.

El silencio que siguió fue tan pesado como una lápida. Margaret sintió que el corazón le martillaba el pecho. Su loba interior gimió, inquieta. Podía oler el miedo en el ambiente, el sudor ácido de los hombres armados y la furia de su padre.

—Papá… —susurró.

Vittorinox se levantó de golpe. Su silla cayó hacia atrás con estrépito. El aire se llenó de una tensión helada cuando él rodeó la mesa y tomó su mano con fuerza.

—Escúchame bien, Margaret. —Su voz era dura, autoritaria, la voz de un alfa—. Vas a ir con Marco ahora mismo. Te llevará al tunel para sacarte de la mansión y tomarán el coche blindado que está cruzando la calle y de ahí a un lugar seguro. Sabes lo que debes hacer. Pronto te voy a alcanzar. No digas una palabra a nadie de quien eres en realidad, le dije a tu madre antes de morir que te cuidaria y criaria fuera de esta vida. No mires atrás. Y no le des esto a nadie ¿Me entendiste?

Le entrega una llave antigua.

—¿Pero qué pasa? —preguntó, sintiendo un temblor recorrerle la espalda—. ¡Papá!

—¡Margaret! —rugió él, sus ojos verdes incendiados de rabia y miedo—. Haz lo que te digo.

Dos disparos sonaron desde el vestíbulo. Margaret gritó. El guardaespaldas desenfundó su pistola al tiempo que otro hombre entraba al comedor, con el rostro cubierto por un pasamontañas negro y un fusil semiautomático en sus manos.

—¡Tírate al suelo! —gritó Marco, empujándola detrás de la mesa mientras disparaba.

El ruido era ensordecedor. Margaret cubrió su cabeza con los brazos, temblando mientras sentía su loba interior golpearle el pecho, exigiendo salir y defenderlos. El olor a pólvora llenó la habitación, mezclándose con el aroma metálico de la sangre. Un grito gutural resonó, y cuando levantó la vista, vio al guardaespaldas desplomarse con un agujero humeante en la frente.

El atacante giró su fusil hacia ella, pero antes de que pudiera apretar el gatillo, Vittorinox le disparó tres veces en el pecho. El hombre cayó hacia atrás como un títere al que le cortaron los hilos.

—¡Vamos! —rugió su padre, tirando de su brazo.

Corrieron por el pasillo mientras el eco de los disparos retumbaba en las paredes de mármol. Margaret apenas podía ver entre lágrimas. Sus tacones se resbalaban sobre la sangre derramada. Por cada esquina aparecían hombres vestidos de negro, disparando contra los guardaespaldas de su padre. Era una guerra.

Llegaron al vestíbulo principal. Las puertas de cristal estaban destrozadas y el suelo cubierto de casquillos y cuerpos caídos. Margaret gritó al ver a Giuseppe, el viejo mayordomo que la había criado como un abuelo, tendido en un charco de sangre.

—¡Papá, no! ¡Giuseppe…!

—¡No lo mires! —gritó Vittorinox, sujetándola con más fuerza.

De pronto, tres hombres armados entraron desde el jardín antes de tomar el tuner. Margaret vio en sus ojos un brillo frío, inhumano. Su padre se interpuso frente a ella y disparó con furia. Dos cayeron, pero el tercero fue más rápido.

El estruendo del disparo le perforó los oídos.

Vio a su padre retroceder un paso, con los ojos muy abiertos. Un círculo rojo se formó en su pecho, expandiéndose rápidamente. Margaret soltó un grito desgarrador. Su loba interior que dormía,aulló de rabia y dolor.

—¡Papá!

Él la miró con un dolor indescriptible, su rostro pálido y tembloroso. Movió los labios, intentando decir algo, pero solo salió un susurro ahogado. Sus rodillas cedieron, y cayó frente a ella, con los ojos fijos en el techo.

—No… no… papá… —sollozó Margaret, cayendo de rodillas a su lado.

El hombre que lo había matado se quitó el pasamontañas. Tenía el cabello oscuro y corto, ojos azul grisáceo y un rostro atractivo, bastante joven para su destreza, casi angelical, pero su mirada era tan fría como el mármol. Sus feromonas Alfa impregnaron el aire con una intensidad asfixiante. Margaret tragó saliva. Nunca había sentido un aura tan dominante como la de él.

—Matteo… —susurró uno de los atacantes detrás de él.

Margaret lo escuchó y grabó su nombre en su mente con odio. Matteo. El alfa asesino de su padre.

Él la miró por primera vez. Sus ojos azul grisáceo se clavaron en los suyos con una intensidad peligrosa. Fue como si una serpiente se enrollara alrededor de su cuello. Sintió que el aire la abandonaba.

Matteo bajó su pistola y habló con voz calmada, casi aburrida.

—Llévenselo. Debe saber cómo abrir la caja de seguridad.

—¿Qué haremos luego con él, Alfa?

—No lo sé aún. Pero es un lobo astuto. No lo mates hasta que cante. Sería un desperdicio.

Margaret no tuvo tiempo de gritar. Un golpe seco en la nuca la sumió en la oscuridad.

Pero de repente Marco entró disparando los hombres de dispersaron, logro tomar a la chica y huir por el tuner escondido en el jardín. Por suelte ella no pesaba nada.

Despertó en el asiento trasero de un coche. El motor rugía mientras avanzaban a toda velocidad. Su cabeza latía con un dolor punzante, y al abrir los ojos en el asiento de atrás, lo primero que vio fue el reflejo de su rostro en la ventana. Sus ojos estaban hinchados por el llanto, su cabello corto rubio revuelto, y su corazón apretado. Nunca había estado tan deshecha.

—Tranquila, signorina. —La voz de Marco, su guardaespaldas favorito, habló desde el asiento del conductor—. Todo estará bien.

—¿Dónde está mi papá? —preguntó, con la voz quebrada.

Marco no respondió. Sus manos, grandes y fuertes, apretaban el volante con tal fuerza que sus nudillos estaban blancos.

—¡Marco! —chilló—. ¿Dónde está mi papá?

Él tragó saliva, sus ojos fijos en la carretera.

—Lo siento, signorina. No pude salvarlo.

Margaret sintió que algo dentro de ella se rompía. Era como si su pecho se abriera en dos, dejando salir un dolor tan grande que no cabía en su cuerpo. Se llevó las manos al rostro y gritó, un grito de ira, de desesperación, de horror. Su padre estaba muerto. Su mundo estaba muerto.

—¿Quién… quién hizo esto? —preguntó, con la voz rota.

—Los Moretti —dijo Marco, su voz cargada de odio—. Esa familia nos odia. Ellos lo ordenaron. Es lo más seguro. Su padre eliminó a gran parte de su familia. Y robó algo que no debió tener.

Margaret cerró los ojos con fuerza, grabando ese apellido en su mente y en su corazón. La familia Moretti debe pagar por su dolor. Se los repetiría cada día de su vida hasta que pudiera borrarlos de la faz de la tierra. Mete la mano en su bolsillo y saca la llave sin saber que hacer con ella. O qué abría exactamente.

El coche dobló por un camino de tierra, alejándose de la ciudad de las vegas. Marco giró para mirarla por el espejo retrovisor. Sus ojos estaban llenos de lágrimas que no se atrevía a derramar.

—¡Quiero vengar a mi padre!

—Te juro, signorina, que la mantendré a salvo. Su padre me lo pidió. Moriré antes de dejar que te encuentren. Si desea venganza le enseñaré todo lo que sé.

Margaret no respondió. Solo miró el cielo nocturno a través de la ventana. Las estrellas brillaban indiferentes, como si nada hubiera cambiado, como si el mundo no hubiera perdido a un hombre bueno. Sintió un vacío infinito en su pecho y, en ese instante, supo que su vida nunca volvería a ser la misma.

Ahí, en la oscuridad del coche, en medio del desierto, la princesa murió. Y nació una loba luna cazadora.

Una cazadora con un único objetivo: destruir a la familia Moretti, aunque en el camino tuviera que destruirse a sí misma.

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