Margaret despertó sudando frío. Su cuerpo temblaba sin control, su piel ardía como si la hubieran sumergido en fuego líquido. Gimió, llevándose la mano al cuello donde la marca aún palpitaba con un dolor lacerante. Cada latido parecía quemarla desde adentro.
—Papi… —su voz era apenas un susurro.
Marco, que dormía en un sillón improvisado junto a su cama, abrió los ojos de golpe al escucharla gemir de dolor.
—¡Margaret! —se levantó de un salto, tocando su frente húmeda—. Mierda… estás hirviendo.
Ella apenas podía hablar, sus labios estaban partidos, su piel helada y ardiente al mismo tiempo. Un escalofrío recorrió su cuerpo mientras intentaba sentarse, pero la náusea la obligó a recostarse de nuevo.
—Tranquila… te llevaré al hospital ahora mismo.
—No… Marco… no podemos… —balbuceó con los ojos cerrados.
—Si no vamos, vas a morir —dijo con firmeza, buscando una frazada.
Mientras la sacaba envuelta, caminó a su lado haciendo creer que cojeaba. Margaret apenas notó al hombre que estaba de