Dante, entró con la determinación de quemar el sitio entero si eso era necesario.
El pasillo olía a pólvora y desinfectante, una mezcla imposible de olvidar.
Los casquillos caían como lluvia metálica sobre el suelo de linóleo, rebotando hasta los rincones.
Dante irrumpió por la puerta trasera, el rostro tenso, las venas del cuello marcadas, la pistola aún humeante.
Sus ojos se encontraron con los de Margaret. Fue solo un segundo, pero en ese segundo el mundo pareció detenerse.
—¡Margaret!
—Dante...
Ella estaba en el suelo, recostada contra una camilla volcada, la bata médica manchada de sangre que no era suya, respirando entrecortado.
El doctor Gianluca se mantenía a su lado, cubriéndola con el cuerpo mientras trataba de evaluar cuánto efecto le quedaba de la anestesia con una pistola en mano.
—¡Joven Dante! —gritó Kaiser desde la puerta—. ¡No son nuestros hombres, repito, no son nuestros! ¡Nos están cercando!
Dante lo sabía. Había algo en los movimientos de esos tipos, demasiado torp