Damián Feldman.
Cayó sobre mí y su cuerpo se pegó tanto al mío que sentí que iba a desfallecer. ¿Cuánto tiempo hacía que no rozaba su piel? Su aliento se mezclaba con el aroma del licor; olía delicioso y me moría de ganas por besarla, pero necesitaba que cediera por voluntad propia.
—¿A dónde vas? No vas a escapar de mí, Amelie —le dije.
—Damián, tengo que irme, ya sabes, Joseph… —murmuró nerviosa. Saqué el teléfono y marqué rápido el número de su madre.
—¿Hola? —respondió la voz al otro lado.
—Señora, habla Damián Feldman —dije cuanto pude.
—Hola, ¿qué tal? ¿Y Amelie? —preguntó.
—Está aquí a mi lado —le sonreí mientras ella prestaba atención—. Quisiera saber cómo está mi hijo y si podemos tardarnos un poco más.
Amelie se sonrojó, como una niña pidiendo permiso, y negó con la cabeza. La mujer, amable, respondió:
—Claro, es viernes; que mi hija se tome la noche libre. Del bebé no se preocupe, yo soy la abuela más feliz del mundo.
—Gracias, señora —dije.
Colgamos. Los ojos de Amelie br