Damián Feldman
Ajusté mi chaqueta cuando la vi salir de la oficina. Y ahora, por extraño que sonara, amaba aquella actitud imponente y desafiante con la que Amelie había vuelto. Esa nobleza e inocencia que la caracterizaban antes de irse parecían haberse desvanecido junto a su cuerpo de jovencita ingenua. Sonaba casi rancio decirlo, pero hasta su figura mostraba a una mujer nueva e imponente, como si la vida la hubiera cincelado con golpes y la hubiera convertido en mármol pulido.
¡Maldita sea mi suerte! Es que de tan solo verla, se me había parado hasta el corazón.
Fui detrás de ella, justo cuando el ascensor estaba a punto de abrirse.
—Amelie.
Se giró de repente, y pude notar cómo un ligero rubor se tornó en sus mejillas. Yo avancé hacia ella con paso firme. Soraya la sujetaba del brazo con aire protector, pero Amelie le dedicó una sonrisa tranquila, casi imperceptible, como una orden muda.
—No te preocupes, estoy bien —le dijo con calma.
Yo llegué hasta ellas, y aunque intentaba no