Sofia
Me miré por última vez en el pequeño espejo de la habitación. Tenía el velo bien puesto, las ojeras un poco disimuladas y los labios partidos de tanto mordérmelos Suspiré. Me dolía el pecho, como si algo estuviera apretando mis costillas y no me dejara respirar bien. Tomé aire y me giré para ver mi cama perfectamente tendida, bueno es que mientras el padre Fernando llevaba mis maletas yo volvía por mi cuaderno de notas.
—Bueno, Sofía… —me dije en voz baja, tratando de darme ánimos—. Es hora de enfrentar la realidad.
Salí de la habitación con paso firme, aunque por dentro sentía que mis rodillas eran de gelatina. Caminé por el pasillo iluminado tenuemente por el amanecer. A cada paso, mi corazón latía más rápido. Finalmente llegué frente a la oficina de la madre superiora. Toqué suavemente y escuché su voz firme desde adentro:
—Adelante.
Empujé la puerta y ahí estaba ella, sentada detrás de su escritorio, con su velo perfectamente acomodado y esa mirada que siempre me analizaba