Fernando
El rugido de la moto aún retumbaba en mis oídos cuando se detuvo justo frente a la enorme finca. El aire de la madrugada olía a pólvora vieja y a tierra húmeda, como si el lugar mismo respirara violencia. Bajé de la moto y clavé mis ojos en la fachada imponente: muros altos, rejas negras como el pecado y ventanas iluminadas que parecían vigilarnos con una mueca de burla.
Salvador se quedó quieto a mi lado. Sus manos, todavía en el manillar, temblaban con esa mezcla de ira y desesperación que yo conocía demasiado bien. Lo miré de reojo; en su rostro se notaban las ojeras, la tensión acumulada, la rabia contenida. Finalmente, sus labios se abrieron y dijo con la voz quebrada, aunque firme:
—Padre… este es el único lugar donde ese maldito puede tener a mi hermana.
Sus palabras me atravesaron como una daga. El eco de la frase se mezcló con el retumbar lejano de los grillos y con los golpes de mi propio corazón.
Era verdad. No había otro sitio más adecuado para que aquel infeliz