Fernando
La feria había terminado. Todo el bullicio de risas, niños corriendo con algodones de azúcar, hombres comentando las carreras y mujeres organizando los puestos… se había desvanecido. Ahora solo quedaba el silencio del convento, roto de vez en cuando por el canto nocturno de un grillo o el ulular lejano de un búho.
Caminaba de regreso con paso lento, mis botas marcaban la tierra suave del sendero, y cada pisada me pesaba como si cargara piedras en los bolsillos. No podía dejar de pensar en ella. En Sofía.
“Dios mío… ¿qué estás haciendo conmigo?”
Cuando llegué a la capilla, empujé suavemente la puerta de madera y el olor a cera derretida y flores secas me envolvió como un manto cálido. Cerré los ojos, respirando hondo, intentando calmar el temblor en mis manos. Caminé hasta el altar y me arrodillé.
Apoyé los codos en el banco de madera y un suspiro largo se me escapó sin querer. Frente a mí, la imagen de Cristo crucificado me miraba con esa compasión infinita que siempre me de