SOFÍA
—Suéltala.
Esa voz. Fuerte. Baja. Grave. Con una calma peligrosa que me hizo estremecer.
Fernando estaba ahí. De pie, tan firme como un roble. Su camisa blanca se pegaba a su torso por el sudor, sus jeans polvorientos le daban un aire salvaje y puro que me hacía latir el pecho tan rápido que dolía.
Leonardo, que me sujetaba del brazo con tanta fuerza que sentía los dedos clavándose en mi carne, ni siquiera volteó a verlo al principio. Solo rió con su típica risa oscura.
—Padrecito… este no es su problema. Esta mujer es mía.
—No soy tuya, Leonardo —logré decir con la voz quebrada. Me dolía el brazo y me dolía el alma. Pero más me dolía sentirme su objeto.
Fernando dio un paso adelante y su sombra cubrió la mía. Leonardo levantó la mirada, y cuando sus ojos se encontraron, sentí el aire vibrar de tensión.
—Te dije que la sueltes.
Leonardo apretó más mi brazo y yo solté un quejido ahogado. Su sonrisa se ensanchó.
—¿Y si no quiero? ¿Qué vas a hacer, padrecito? ¿Orarme encima?
Vi cóm