El cuarto olía a desinfectante y a tiempo suspendido. Las cortinas del ventanal estaban entreabiertas, dejando entrar una luz gris que no iluminaba: sólo marcaba el día. La habitación 304 del Hospital General de Noosa tenía paredes pálidas, una butaca junto a la cama y un monitor que emitía pitidos suaves como si respirara en nombre de Julie.
Ella yacía allí desde la noche anterior. Dos días de observación. Una fractura en la pierna izquierda, contusión leve en la cabeza, y un recuerdo difuso del golpe.
Sean estaba sentado junto a ella. No con la postura del empresario que todo lo controla, sino como alguien que había dejado de defenderse, solo para acompañar.
Julie abrió los ojos con lentitud. El primer gesto fue una mueca. La luz, el dolor, y el cansancio pesaban como cemento.
—Estás despierta —susurró Sean, levantándose de inmediato.
Julie giró apenas el rostro, como si cada movimiento doliera. No dijo nada. Lo miró, sí, pero con distancia.
—Los doctores dicen que vas mejoran