La luz matinal filtraba apenas entre las cortinas gruesas de la suite.
Julie se desperezó con lentitud, aún enredada entre las sábanas suaves y el aroma persistente a lavanda y madera.
Se incorporó con el cabello suelto cayéndole sobre el hombro, la piel tibia por el descanso y la respiración tranquila por primera vez en días.
Al girar el rostro vio a Sean, recostado en el sofá, con un brazo cubriéndole los ojos y el cuerpo relajado.
El torso desnudo dejaba ver las marcas sutiles del cansancio acumulado, y el pantalón de pijama —gris oscuro, suelto, de algodón suave con líneas finas que caían justo sobre el empeine— hablaba de una comodidad recién descubierta.
Julie lo observó sin decir nada.
Creyó que estaba dormido.
Lo contempló como quien mira una foto mental guardada desde hace años.
Sean, sin abrir los ojos, murmuró con voz grave, arrastrando la primera sílaba como si le costara despertar:
—Cuando termines de memorizar mi silueta, me avisas…
para ver si