Mundo ficciónIniciar sesiónVITTORIA MORETTI
Nunca pensé que necesitara un concierto de Adele hasta que estuve en uno y pude dejar salir todo lo que sentía, cada miedo reprimido, cada inseguridad oculta bajo capas de obligación. Me perdí en sus letras maravillosas, perfectas y dolorosas. Fue catártico, como si por primera vez en mucho tiempo mi alma tuviera permiso para llorar sin miedo a ser castigada. Había sido un buen tiempo. Lia y Ana eran increíbles, genuinas y tenían una personalidad fuerte, pero maravillosa. Por primera vez en mi vida, tenía amigas. No solo conocidas o gente con la que hablaba de manera superficial, sino amigas de verdad, además de mi prima Antonella. Ojalá pudiera conservarlas siempre. Caminábamos juntas, sonriendo y comentando las mejores partes del concierto, cuando algo dentro de mí cambió. Fue como un escalofrío, un vacío instalado en mi abdomen, un instinto que se encendió de golpe y me hizo detenerme en seco. Lo supe al instante. Él estaba aquí. Mis ojos comenzaron a recorrer el lugar con desesperación, y no tardé en encontrarlo. Aleksey Romanov estaba recostado en el capó del auto de Lia y Ana, su postura relajada en apariencia, pero su mirada fija y sombría. A su lado, otro hombre igual de intimidante, con el mismo aire de peligro alrededor de él. ¿Por qué todos los hombres de este mundo tenían que ser así? Oscuros. Fríos. Inquebrantables. —Aleksey… —susurré su nombre, y el pánico comenzó a arrastrarse dentro de mí como una sombra que no podía detener. A mi lado, Lia y Ana captaron mi tono tembloroso y siguieron mi mirada. Lia reaccionó de inmediato, sosteniéndome de los hombros con firmeza. —No tienes por qué ponerte así —dijo en voz baja—. Tranquila, no pasa nada. Negué lentamente, incapaz de apartar la vista de él. —Él… él… —Él será tu esposo desde mañana. —Me interrumpió con voz firme, como si quisiera hacerme entrar en razón—. Mi primo jamás te hará daño, así que respira y deja de temblar. No estás en peligro, y si lo estuvieras, créeme que te protegería. ¿Está bien? Su ceño estaba fruncido, y en su mirada vi confusión y rabia. Rabia porque no entendía por qué temblaba así ante él. Porque no comprendía la dinámica en la que estaba atrapada. Solo pude asentir, aunque no estaba segura de creer sus palabras. Ana, en un gesto silencioso de apoyo, entrelazó su brazo con el mío, y continuamos caminando hacia ellos. La tensión se volvió casi asfixiante cuando nos acercamos. Aleksey no apartó su mirada de mí ni un solo segundo. —No era necesario que vinieran —exclamó Lia con total seriedad, su tono tan afilado como una navaja—. Ya nos vieron, ya se pueden ir. Llevaremos a Vittoria a casa y nos veremos en la mansión. El hombre que estaba junto a Aleksey no dejaba de mirarme. Su mirada intensa y analítica comenzaba a incomodarme. —Hay cosas en las que ustedes dos, aun siendo de las mujeres más importantes en mi vida, deben mantenerse alejadas —respondió Aleksey entre dientes, señalándolas con un leve movimiento de la cabeza—. Y Vittoria es una de ellas. Su voz fue dura, inamovible. Como si ya estuviera decidido y no hubiera espacio para discusión. —Vamos, Vittoria. Nos vamos. Señaló su automóvil, esperando que simplemente obedeciera. Mi cuerpo se quedó inmóvil, como si estuviera congelado en el lugar. La idea de subir a ese auto con él, sola, sin Lia ni Ana, hizo que mi pecho se contrajera con fuerza. Tragué duro y volteé a mirarlas. —Gracias por todo. Fue un buen día —me despedí en voz baja, con un intento de sonrisa que no llegó a formarse del todo. Di un paso hacia él, resignada, pero en ese momento, Lia me agarró la mano con fuerza. —Vittoria es una persona —soltó, con el mismo filo en su voz—. Ahora es nuestra familia. Ella decide. Tiene voz y jodidamente también tiene voto. —Mis pulmones dejaron de funcionar por un segundo—. Así que no digas que tenemos que mantenernos alejadas de ella, porque no lo haremos. Lo que tienes al lado es tu esposa. No un puto objeto. Con cada sílaba, avanzó un paso más hacia su primo. El hombre que estaba junto a él reaccionó, metiéndose en medio de ellos con una media sonrisa arrogante. —Detente. No te metas en problemas matrimoniales. —Su voz tenía un deje de burla—. Es la crisis del primer año. —Detente tú, Akin. Su nombre salió de sus labios como una maldita detonación. Akin. Akin Romanov. Uno de los gemelos. Uno de los hijos de Darko Romanov. El peso de esa revelación cayó sobre mí como una losa de cemento. Mi pulso se aceleró, mi garganta se secó, y mis piernas se sintieron débiles. ¿Cuántos Romanov más iban a aparecer en mi vida? Akin no apartó su mirada de mí. Había algo inquisitivo en sus ojos, como si estuviera descifrando un rompecabezas cuyos bordes no encajaban. La tensión se acumulaba en el aire, espesa, irrespirable. —Estamos haciendo una escena aquí —interrumpió Anastasia con tono tajante—. Y Vittoria parece que se desmayará en cualquier momento. No terminemos su día de esta forma. Hubo un segundo de silencio antes de que ella continuara con voz firme: —Aleksey se irá con su prometida y la dejará en casa. Después, podremos hablar todos cuando él llegue. Lia exhaló pesadamente y, tras un último vistazo de advertencia a Aleksey, asintió. —Bien —murmuró con sequedad. No parecía satisfecha, pero al menos no seguiría empujando la situación al borde de una explosión. Sin más, se dio media vuelta y se alejó con Ana, dejando un vacío helado en su partida. Me quedé allí. Con Aleksey. Con Akin. Tenía la absurda esperanza de que, si no me movía, tal vez ellos simplemente me ignorarían. Que, si me hacía lo suficientemente pequeña, pasaría desapercibida. Pero Akin no apartó la mirada, su ceño se frunció lentamente, como si finalmente encajara la última pieza de un rompecabezas. —Tú estás enferma, ¿verdad? —Su tono no era de burla ni de compasión. Era un hecho. Inamovible. Se cruzó de brazos y ladeó la cabeza con una evaluación clínica—. Algo pulmonar… ¿asma? Mis labios se entreabrieron con sorpresa. No entendía cómo lo había notado tan rápido. —Sí —admití en voz baja. Él exhaló pesadamente, su mirada se oscureció con una mezcla de molestia y algo que no supe identificar. —Iremos a Rusia —dijo, girándose con gesto de incredulidad—. ¿Cómo lo hará ella, Alek? La pregunta quedó suspendida en el aire. Aleksey, que hasta ahora había permanecido en silencio, se giró hacia mí. No hubo sorpresa en su expresión. Ni preocupación. Solo un encogimiento de hombros. —Lo resolveré después —dijo sin más. Desvió la mirada de su primo y la clavó en mí, su voz descendiendo a un tono que no admitía réplica—. Voy a dejarte en casa. No era una sugerencia. Era una sentencia. Y, por mucho que mi cuerpo gritara que huyera, sabía que no tenía opción. El camino de regreso fue un infierno silencioso. Nadie habló. Aleksey conducía con la misma frialdad con la que probablemente disparaba un arma. Akin, en el asiento trasero, era un espectador silencioso. Pero su sola presencia bastaba para hacerme sentir pequeña, como si estuviera atrapada entre dos depredadores a la espera del momento exacto para atacar. Yo solo quería llegar a casa. Apretaba los dedos contra mis rodillas, tratando de controlar el temblor imperceptible en mis manos. No sabía si era miedo o la sensación asfixiante de no tener control sobre mi propio destino. En cuanto el auto se detuvo, me apresuré a salir, pero antes de dar más de cinco pasos, una mano de hierro me atrapó la muñeca. Su agarre no era brutal, pero tenía la fuerza suficiente para hacerme entender que no me dejaría ir tan fácilmente. —Creía que ustedes, las italianas, eran sumisas y consultaban todo con sus esposos. —Su voz, fría como una maldita sentencia de muerte, se deslizó por mi piel como un cuchillo afilado—. ¿No fue para eso que fuiste criada, Vittoria? Cerré los ojos un instante, intentando contener la oleada de frustración y miedo que se revolvía en mi pecho. Apreté los puños, mis uñas clavándose en mis palmas hasta doler. No llores. No muestres debilidad. Inhalé profundamente antes de responder: —Aún no eres mi esposo —dije con calma, obligándome a sonar firme, aunque mi voz temblaba levemente—. Así que esta conversación no vale. Levanté la barbilla, evitando su mirada con terquedad. —¿Me sueltas? Por un segundo, pensé que no lo haría porque su agarre se mantuvo, su pulgar trazando un leve movimiento sobre mi muñeca, casi imperceptible. —Una tarde con mis primas y ya eres otra… —murmuró, con un tono carente de emoción—. Me imagino lo que pasaría en una semana. Supe que quería provocarme y ya estaba cansada de esto.






