Por un segundo, no fue Rubí la que estaba en el suelo. Fue su padre. Los mismos ojos cerrados, la misma sangre manchando las paredes. El mismo rojo.
Apretó los dientes comprobando que Rubí era un peso muerto en sus brazos. Su mujer siempre cálida, ahora estaba completamente fría. La toalla que la cubría, estaba empapada de aquel líquido carmesí.
Lo peor fue ver el corte en su muñeca, era un corte limpio y profundo, que hizo que un solo pensamiento lo sacudiera.
«Lo hice. Hice que Rubí tomara una medida casi igual de desesperada que la que mi padre tomó por culpa de mi madre»
Y entonces recordó las palabras de Lena a Adolfo en aquel trágico día:
“Toma esa arma y pégate un tiro”
Él no le había dicho eso a Rubí, pero con sus acciones la había empujado a lo mismo.
Y no lo podía permitir. No podía permitir que su esposa muriera.
La levantó del suelo, manchando su camisa y sus manos con la sangre de ella. Una sangre que no debería haber sido derramada. Y entonces corrió. No sintió los escal