ZOE
Corría. Las calles estaban empapadas de una lluvia que no recordaba haber comenzado. El pavimento brillaba bajo los faroles como una superficie viva, líquida, traicionera. Cada paso dolía, como si los huesos quisieran quebrarse bajo su propio peso. No sabía de qué huía, ni hacia dónde iba, pero algo en mi pecho empujaba con una urgencia atroz, como si al detenerme fuera a morir. El aire olía a pólvora vieja, como si la ciudad hubiera explotado hace años y nadie se hubiera molestado en limpiar los escombros emocionales. Me temblaban las manos. Estaban manchadas. ¿De sangre? ¿De tierra? No lo sabía. No tenía lógica, pero se sentía tan real que incluso podía percibir el frío lamiéndome los tobillos desnudos.
Entonces lo vi. De pie en la esquina, bajo una farola rota, Dante me observaba en silencio. Su silueta se recortaba contra la bruma como una figura demasiado quieta, demasiado firme, como si él no perteneciera a ese mundo quebrado. Llevaba el abrigo negro abierto, el rostro cubie