ZOE
La noche cayó sobre Ginebra con una delicadeza que dolía. La ciudad se recogía en sus propios rituales de invierno: luces suaves filtrándose por las ventanas, copas de vino entre murmullos y pasos que resonaban sobre los adoquines como si alguien arrastrara los recuerdos por las calles. Yo volvía al apartamento con Ethan a mi lado, su mano rozando la mía como si quisiera recordarme que estaba ahí, que era real, que todo lo que había ocurrido en el restaurante había sido solo una interrupción, un incidente menor en nuestra nueva vida. Pero no dijo nada. Me dejó en la habitación con una copa de vino en la mesa, la calefacción encendida y una manta doblada al borde de la cama. Me deseó buenas noches con un beso en la frente, cálido, medido, casi médico. Cerró la puerta tras de sí. Y entonces supe que empezaba la parte más difícil del día: cuando me quedo sola conmigo misma.
Me quité los tacones sin prisa, escuchando el crujido sordo de mis huesos, la tensión en la espalda, el temblo