DANTE
La puerta se cerró tras de mí con ese sonido hueco que no se olvida, ese eco seco que no solo marca el final de una escena, sino el entierro de una esperanza. Caminé sin mirar atrás, no porque no quisiera, sino porque sabía que si giraba una sola vez, si me detenía un segundo más en ese umbral, iba a romperme, iba a caer de rodillas como un soldado que descubre que no hay patria a la que volver. Llevaba las manos en los bolsillos para que nadie notara el temblor, ese temblor que no era de miedo, sino de furia contenida, de pérdida absoluta. Apretaba la mandíbula tan fuerte que el hueso me dolía, no por valentía, sino para no gritarle al cielo el nombre de una mujer que ya no me permite estar a su lado.
Afuera, Ginebra seguía perfecta en su maldita indiferencia. Las luces de los faroles parpadeaban sobre la calle empedrada, parejas caminaban tomadas de la mano, el mundo seguía girando como si no se hubiera caído el mío. Pero dentro de mí, algo acababa de morir. No fue el rechazo