La cabaña estaba escondida entre los pinos, en lo alto de un paso alpino donde la nieve caía con la lentitud de una cuenta regresiva. El techo era bajo, la madera crujía con el viento y el aire olía a leña húmeda y resina antigua. Verona había usado ese refugio antes, para esconder armas, aliados o recuerdos. Ahora nos escondía a nosotros.
Adentro, el silencio era espeso. La única luz provenía del fuego en la chimenea, que pintaba las paredes con sombras temblorosas. Una radio antigua murmuraba jazz francés desde un rincón olvidado de la cocina. Sobre la mesa, aún humeaba una taza de café que Dante no había terminado. Había puesto la mesa para dos… y nunca llegamos a sentarnos.
Dante sangraba.
Y aun así, era él quien me sostenía. No con los brazos —el izquierdo lo tenía inmovilizado, el vendaje improvisado ya se había teñido de rojo oscuro—. Me sostenía con la mirada. Con ese instinto salvaje que nunca lo abandonaba. Era un hombre herido, pero aún letal. Una bestia enjaulada en un cue