El silencio posterior a la conversación en el comedor se prolongó hasta más allá del mediodía. Gabriel permanecía en su despacho, inclinado sobre el escritorio de caoba, con la mirada fija en la ventana que daba al jardín. Afuera, los rayos del sol se filtraban entre los árboles, pero su luz parecía incapaz de atravesar la oscuridad que sentía en su interior. La presión de su familia seguía siendo un peso, constante, como un martilleo que no se detenía.
—No puedo ceder —murmuró para sí mismo, apretando los puños sobre la superficie del escritorio—. No ahora, no así.
Cada palabra de su padre, cada reproche de su madre, cada mirada de su hermana… todo se mezclaba en su mente con el recuerdo de Leonor, con la ternura de Clara y la calidez inesperada del pequeño gatito. Era como si dos mundos se disputaran su atención: uno, sólido y seguro, lleno de expectativas familiares y de la figura imponente de Emily; el otro, frágil y tenue, lleno de emociones que no había podido controlar ni