Caelus entró en la habitación, detrás suyo Balios, Deimos, Felis, Elais y por último Gerión. Austros se alejó dejándome de pie mientras las manos y piernas me temblaban y el corazón me latía deprisa por la expectación.
Gerión se acercó con el rostro serio. La puerta se cerró de golpe haciendo que mis hombros se estremecieran involuntariamente. Estaba encerrada con ellos y no tenía ninguna intención de detenerlos.
—¿Tienes miedo, muñeca? —preguntó Gerión, su voz suave pero implacable, negué con rapidez.
Nunca podría temerles.
Sus manos grandes se alzaron hacia mi rostro. Contuve la respiración cuando sus dedos trazaron la línea de mi mandíbula, bajando lentamente hasta mi cuello.
—Esta noche —murmuró mientras sus pulgares presionaban suavemente contra mi tráquea—, vamos reemplazar cada recuerdo de dolor con uno de placer.
El contacto era firme pero no asfixiante, una demostración de control. Podía huir si quisiera, ambos lo sabíamos. Pero no lo haría. Porque en el fondo, en ese lug