La tormenta había comenzado como un murmullo lejano en el horizonte, pero ahora rugía sobre Eldoria con la furia de los dioses desatados. Las nubes se arremolinaban sobre la plaza mayor como un caldero gigantesco, y los rayos fracturaban el cielo con destellos plateados que iluminaban por instantes las miles de caras alzadas hacia el estrado que había sido erigido frente a la Catedral de los Reyes Antiguos.
Isabella había insistido en que la ceremonia se realizara allí, en la plaza, bajo el cielo abierto y ante los ojos de todo el pueblo. No en la opulencia silenciosa de la capilla real, donde solo los nobles podrían atestiguar el momento, sino aquí, donde los zapateros y los herreros, los panaderos y los soldados, los niños y los ancianos pudieran ver cómo se escribía un nuevo capítulo en la historia de su reino.
El viento azotaba las banderas púrpuras que colgaban de los