La madrugada llegó a Eldoria con la palidez de una promesa rota, filtrándose a través de las nubes bajas que se habían instalado sobre el reino como un sudario gris. Isabella había pasado la noche sin dormir, caminando por los pasillos del palacio que ahora gobernaba por derecho del pueblo, pero que seguía sintiéndose como una prisión dorada construida sobre secretos que finalmente habían salido a la luz como criaturas nocturnas expuestas al amanecer.
El eco de sus pasos descalzos sobre el mármol frío la llevó inevitablemente al Salón del Trono, donde las primeras luces del día luchaban por penetrar las ventanas reparadas de manera improvisada. El trono que había ocupado la reina Adelina durante más de dos décadas se alzaba vacío, su terciopelo púrpura manchado con lo que Isabella prefería pensar que era vino y no sangre, au