El sobre de papel pergamino había permanecido intacto sobre el escritorio de roble durante cuatro días, como una serpiente dormida que Sebastián sabía que lo mordería en el momento en que se atreviera a tocarla. Su nombre estaba escrito en la caligrafía familiar de Isabella, esa letra elegante que había aprendido a reconocer entre docenas de documentos oficiales, pero que ahora parecía burlarse de él desde la superficie cremosa del papel.
El fuego en la chimenea había consumido tres troncos mientras él la observaba, incapaz de decidir si el dolor de leerla sería peor que la agonía de no saber qué palabras de despedida había elegido la mujer que había partido llevándose consigo todo lo que él no sabía que tenía hasta que fue demasiado tarde.
La lluvia golpeaba los ventanales con la persistencia de una súplica de