Lamentablemente, la llegada al pueblo no tiene nada de apacible ni de seguro. La noche cae sobre el lugar como un manto espeso, sin luces innecesarias, sin ruidos que delaten vida, como si el mundo entero hubiera decidido contener la respiración para no traicionar lo que está a punto de ocurrir. El silencio no ofrece consuelo; pesa.
La casa elegida, una construcción antigua de piedra y madera, apartada del centro del pueblo, rodeada de árboles que crujen con el viento, es un punto ciego en el mapa, un sitio que no existe para nadie que no sepa exactamente dónde mirar. Un refugio pensado para desaparecer, no para traer nuevas vidas al mundo.
Pero ese silencio se quiebra.
Los gritos de Amara comienzan a llenar la casa, primero ahogados, luego más intensos, atravesando las paredes como un anuncio inevitable. Las contracciones empiezan, violentas, demasiado seguidas, demasiado pronto. El cuerpo no está siguiendo el plan.
–Es muy rápido… –gime Amara, con el rostro empapado en lágrimas y su