CONTRATO CON EL ARROGANTE CEO.
Capítulo 3. La suite principal era la más grande de las habitaciones decorada con tonos grises y blancos. El baño de mármol contaba con una bañera independiente y una ducha tipo lluvia. Tenía un balcón que ofrecía vistas espectaculares. Ventanales que daban al jardín. Tenía una cama de cuatro postes, cortinas gruesas y un vestidor amplio. Después de ducharme, caminé hacia mi despacho, estaba al final del pasillo. Elaboré un listado detallado: los horarios exactos de mis comidas, el menú de cada día supervisado hasta el último ingrediente, un conjunto de reglas estrictas y los lugares de la mansión que estaban absolutamente prohibidos. Todo estaba bajo mi control. Siempre fui meticuloso, perfeccionista, cada pequeño detalle debía funcionar a la perfección, tal como yo lo dictaba. Regresé a mi habitación con un pensamiento claro: al día siguiente me encargaría de esa cosa, “Denayt”. Me levanté temprano, como siempre. Mi rutina comenzó en el gimnasio de la mansión; necesitaba mi tiempo de control antes de enfrentar lo inevitable. Luego bajé a buscarla. La idea de lidiar con alguien tan inútil me molestaba. Pero así era la vida: incluso el caos necesitaba ser manejado bajo mi estricta dirección. Llegué hasta la cocina y la vi a través del cristal en el jardín. Llevaba un vestido de un color caca que me causaba náuseas. —Denayt —exclamé, llamando su atención—. Sígueme. Levantó la mano como si quisiera saludar, pero la dejé con el gesto a medio camino. Me di la vuelta con pasos seguros, escuché los suyos apresurados tras de mí. Escuché los murmullos de asombro cuando comenzó a subir la escalera imperial, como si no pudiera creer lo que veía. Entré al despacho y me senté. Denayt se quedó parada cerca de la puerta mirando embobada cada rincón de la sala. Sus ojos recorrían las paredes con asombro, sin disimular la impresión que el lugar le causaba. —¿Cuántos cuartos hay en esta casa? —preguntó con curiosidad. La ignoré fingiendo estar ocupado. Luego levanté la vista, pero no con intención de responderle, solo para hacerle saber que sus preguntas no eran bienvenidas. Ella seguía mirando alrededor con esos ojos grandes, era como si todo fuera desconocido, parecía perdida, fascinada por cada mueble, cada cuadro, cada centímetro del despacho. —De aquí se puede sacar mi casa muchas veces —murmuró, casi para ella misma. Me recliné en el sillón de cuero negro, cruzando los brazos irritado. —Si no te pregunté nada, no hables —solté con frialdad, haciendo que sus hombros se encogieran antes de guardar silencio. Le señalé la silla frente a mi escritorio. Ella se sentó en silencio. —¿Cuántos años tienes? —pregunté. —25, su señoría. Apreté la mandíbula. Puse frente a ella la lista que había hecho el día anterior. —Necesito que lo leas para que tengas claras cuáles serán tus labores en esta casa. Las cosas que puedes y las que no puedes hacer. Ella miró los papeles, no podía descifrar lo que había en su mirada, porque a pesar de las veces que le había gritado ella mantenía esa expresión, no se daba cuenta o no entendía mi irritación. Ella tomó la hoja con dedos temblorosos, con esa misma expresión inexpresiva que siempre llevaba. Algo en su mirada me molestaba, como si no entendiera la gravedad de la situación. —¿Qué pasa? —pregunté con voz baja, pero llena de impaciencia. —Su señoría, no sé leer —dijo en un susurro, bajó la cabeza. Mi irritación creció. Apreté los dientes antes de responder. La situación se estaba volviendo más complicada de lo que esperaba. Respiré hondo conteniendo mi molestia. —No sabes leer… —repetí incrédulo, como si procesarlo en voz alta ayudara a suavizar el golpe. Ella mantuvo la mirada baja, mordiéndose el labio. Lo que iba a preguntar era ridículo porque ya sabía la respuesta. —¿Sabes cómo utilizar la cocina? Pasó saliva con fuerza. —No su señoría, nunca había visto una cocina tan rara. Apreté los puños. —No importa —Exclamé —. Te enseñaré. No es una opción que alguien bajo mi techo no sepa cumplir con lo que le ordeno. Ella levantó la vista, parecía sorprendida, pero no dijo nada. —Y en cuanto a las reglas —añadí—, te las leeré una vez y más te vale aprenderlas rápido. Empecé a leer en voz alta. 1. Prohibido salir de la mansión sin autorización. 2. Las visitas a áreas restringidas (tercer piso) están prohibidas. 3. No ingresar al despacho a menos que se le pida. 4. Mantener la habitación ordenada y limpia. Al igual que cada lugar de la casa. 5. No mover las cosas de lugar. 6. Las comidas se deben tomar en los horarios establecidos. Sin cambiar el menú dado. 7. No hacer ruido innecesario que pueda molestar. 8. Seguir el código de vestimenta apropiado en la casa. 9. Cualquier comunicación con el exterior debe ser informada previamente. 10. Los visitantes están prohibidos sin consentimiento. 11. No interferir en ningún asunto. 12. No hablar, ni opinar a menos de que se le pida. 13. Cumplir con las tareas asignadas en la lista que se le proporcionará. Mientras leía las reglas, ella asentía en silencio, con los ojos fijos en mis labios, como si intentara absorber cada palabra. Su silencio me incomodaba. Quería una reacción, algo que mostrara que comprendía la gravedad de su situación. La miré de reojo buscando cualquier señal de comprensión o duda. Pero la expresión de su rostro seguía calmada, lo que me hacía irritar más. —Lo que no entiendas pregúntamelo ahora —ordené, esperando que al menos mostrara algo —. Lo que acabé de leer será lo mismo que aparecerá en un contrato que necesito que firmes… Si no sabía leer, mucho menos firmar. Bueno su huella podría funcionar. —¿Entiendes todo? —pregunté inclinándome hacia ella. Ella asintió. —Sí, señoría. Me tensé. Esa forma tan humilde y extraña de referirse a mí me irritaba aún más. Me estaba provocando un daño auditivo. —Te he dicho que me llames señor, nada más —corregí, sin disimular el tono áspero. La vi intentar corregirse, pero su confusión sólo me desesperaba más. —L-lo siento... Señor. Me levanté, paseando por la habitación mientras ella se encogía un poco en la silla. Mis pasos eran medidos, calculados. Sabía que no sería fácil, pero si algo tenía claro era que las cosas serían exactamente como yo las quería, y ella se adaptaría o enfrentaría las consecuencias. Me exasperaba, no sabía si fingía o de verdad no entendía lo que estaba pasando. ¿Se puede ser tan estúpido? Pensé mientras la miraba. Le pedí sus documentos. Necesitaba enviarle una información a mi abogado. Por poco se me revienta la vena del cuello cuando me dijo que le daba miedo regresar sola a la habitación porque temía perderse. Metí las manos en mis bolsillos para controlar mi enojo. Recibí una llamada de Edmundo Castillo, quien fue el consejero en vida de mi abuelo, él se hacía cargo de vigilar cada paso que daba. Tal como lo pidió mi querido abuelo. Su tono era serio, parecía importante. Le dije que lo esperaba en la mansión, le ordené a esa cosa que no saliera de la habitación hasta que yo no se lo pidiera. Asintió tan… tranquila. Gruñí molesto. … Edmundo se sentó frente a mí, su expresión me hizo imaginar que lo que estaba por decir era delicado. —Vincent, como ya cumpliste 28 años hay algo que debes saber. Un escalofrío recorrió mi espalda. —¿De qué se trata? —pregunté cruzando los brazos sobre el pecho. Me explicó que mi abuelo dejó una cláusula en el testamento que yo debía saber después de mi cumpleaños número 28. Cláusula que debía ejecutarse al pie de la letra. Dejó estipulado en su testamento que antes de cumplir los 30 años, debía estar casado. No solo eso, la relación debía ser reconocida públicamente al menos un año de compromiso y participación en eventos sociales. Algo que jamás se había pasado por mi cabeza. —¿Qué pasa si no lo hago? —pregunté molesto. —Si no cumples con esas condiciones, todo tu imperio pasará a manos de diversas fundaciones —respondió con un tono firme. La noticia me golpeó con fuerza. El legado que había trabajado tan duro por mantener estaba en riesgo. Tuvo el descaro de mover sus hilos para decidir por mí. Un sudor frío cubrió mi frente, la idea de encontrar una pareja que no solo encajara en el molde de lo que mi abuelo había imaginado, sino en mi círculo social, me enfermaba. —Podemos revisar el testamento si así lo deseas para que revises la cláusula. Y esta carta que te dejó tu abuelo. Sacó un sobre de su maletín. —No es necesario. Sé perfectamente lo mañoso que era. Y no quiero leer nada. Esto no es justo. Cómo pretende obligarme a hacer algo que no quiero. Algo con lo que nunca he estado de acuerdo y él lo sabía. Cerré los puños a los lados. Sentí mi respiración agitarse; rabia y frustración. No quería escuchar nada más sobre mi abuelo. Era como si desde la tumba aún intentara manipular cada paso de mi vida. —Debes ser prudente y considerar tus opciones, Vincent —insistió con esa calma que parecía estar diseñada para irritarme más. Lo que más me jodía era que en el fondo sabía que tenía razón. No podía apelar la decisión de mi abuelo. »Cuando perdiste a tus padres, tu abuelo te consintió, intentó llenar ese vacío dándote todo lo que querías. Pero temía que tu vida sin dirección te llevara por el mal camino. —No soy un maldito niño perdido —gruñí, clavando la mirada en el suelo. Empecé a caminar de un lado a otro como una bestia encerrada. Su presencia sólo hacía crecer mi irritación. —Tu abuelo temía que nunca sentaras cabeza —continuó—. Para él, detrás de un hombre poderoso debía haber una gran mujer. Sabía que tu legado no estaría completo si no tenías a alguien a tu lado. Esas palabras se sentían como dagas en mi orgullo. La sola idea de necesitar a alguien para consolidar lo que yo con tanto esfuerzo había trabajado me resultaba insoportable. Apreté la mandíbula. —A la m****a todo eso —espeté, frustrado—. Si tanto control quería tener, ¿por qué no me eligió él mismo a la futura señora Sinclair? Edmundo dejó escapar una sonrisa fugaz, anticipó mi reacción. —Eres igual que él en muchos aspectos, Vincent. Ambos deseaban controlar todo a su alrededor. Pero tu abuelo confiaba en que aunque fueras testarudo, sabrías elegir a la mujer adecuada. Sentí un nudo en el estómago. Sus palabras eran un recordatorio cruel; no tenía salida. Mi abuelo no solo me había dejado un legado; me había dejado una maldita trampa. Edmundo no solo estaba ahí para leerme las cláusulas del testamento; su verdadera misión era guiarme, empujarme por un camino que yo no había pedido. —Me niego —repetí molesto, apreté más los puños—. Tengo claro que mi abuelo fue quien construyó este imperio, pero yo lo mantuve a flote, lo expandí, lo llevé más allá de lo que él siquiera soñó. Y ahora, ¿me quiere obligar a algo tan estúpido como casarme? Es una jodida broma. No soy su maldita marioneta. Comencé a caminar de un lado a otro. Sentí como si me aplastaran el pecho. —¿Qué pretende? ¿Que en menos de dos años encuentre una mujer, me enamore, me case y tenga hijos, como en los ridículos libros que leía mi madre cuando era niño? No podía creer lo que me pedía. Me sentía atrapado. —Vincent —respondió con calma—, tienes un círculo amplio de pretendientes. Mujeres de las mejores familias y todas dispuestas a estar contigo. Eres tú quien se niega a algo formal. Nadie más te está cerrando las puertas, lo haces tú mismo. —¡Porque no me interesa! — espeté, casi incapaz de contener mi enojo—. Mi abuelo sabía perfectamente que no creo en esas ridiculeces del amor y el "felices para siempre". Lo sabía mejor que nadie y aún así me dejó encerrado entre la espada y la pared. Quiere que haga lo que él quería, o lo que creía que yo necesitaba. ¿Qué tan cruel puede ser? ¡Esto es una maldita imposición! Me detuve mirando a Edmundo fijamente. Sabía que él solo intentaba ayudar, pero no podía evitar sentirme traicionado, atrapado por la voluntad de un hombre que ya ni siquiera estaba ahí para explicarse. Para reclamarle, para tratar de cambiar su maldita imposición. —¿Y si simplemente lo ignoro? —pregunté en susurro—. ¿Qué pasaría si decido hacer lo que siempre he querido: manejar mi imperio sin tener que ajustarme a sus reglas? Hacer las cosas a mi manera. Edmundo me miró dejando claro que lo entendía, pero que había ciertas cosas que ni siquiera yo podía controlar. Me detuve un momento, recordé las palabras de mi abuelo, siempre tan convencido de que su forma de ver la vida era la correcta. "Detrás de cada gran hombre hay una mujer igual de grande", solía decirme siempre. Y en ese momento esa idea me perseguía como un maldito eco en mi cabeza. —Todo esto es ridículo —murmuré, más para mí que para Edmundo—. Mi abuelo siempre quiso tener el control... hasta en la maldita tumba. Me encargué de su imperio, aprendí todo lo que correspondía, me convertí en el mejor. Estudié y trabajé sin descanso, ¿acaso eso no le fue suficiente? No es lo que quiero para mí, no puedo siquiera imaginarlo. Lo peor era que mi abuelo ya no estaba para responder a mis preguntas. Edmundo permanecía en silencio, observándome. —Es irónico, ¿no crees? —solté, cruzándome de brazos—. Él lo planificó todo. No me eligió una esposa, pero sí me dejó el guión de cómo debo vivir los próximos años. Es su manera de controlarme sin estar aquí. Su manera de exigir, de imponer. Volví a caminar, pero más despacio. —He manejado este imperio a mi manera, con mi esfuerzo, sin necesitar a nadie. Pero ahora… me quieren lanzar hacia un callejón ridículo. Edmundo entrecerró los ojos. —Tu abuelo sabía lo que hacía, Vincent. Tal vez no lo entiendas ahora, pero quería lo mejor para ti. No era solo cuestión de mantener el control. Quería que te hicieras cargo, que tomaras las cosas en serio. Por eso confió en que tú mismo tomarías esa decisión. Quería que formaras una familia, no quería que tu vida se fuera de tus manos solo en fiestas, apuestas, licor y mujeres. Fruncí el ceño, mi irritación fue creciendo de nuevo ¿Qué tan lejos estuvo dispuesto a llegar mi abuelo para lograr que siguiera su visión de vida? —Bueno, pues se equivocó. Porque no soy él. Y no voy a hacer lo que él quiere solo porque sí. No necesito una maldita familia, no necesito a nadie. —Perfecto —respondió con calma —. Disfruta los dos años que te quedan de tu imperio porque cuando ese tiempo pase, todo lo que conoces y has ayudado a construir va a desaparecer. Me detuve en seco, sentí la sangre caliente correr por mis venas. —¿Qué quieres decir? —pregunté, aunque sabía la respuesta. —Tu abuelo fue meticuloso. En dos años, si no estás casado, cada centavo, cada propiedad, cada acción de tu imperio se distribuirá entre las fundaciones que él eligió. Estás jugando contra el tiempo, Vincent. Y no hay escapatoria. En ese momento la ira recorrió cada parte de mi cuerpo como lo hacía la sangre por mis venas. —¿Así que esas son mis opciones? ¿Casarme o perderlo todo? Continuará…