Se le escaparon las palabras de la boca.
Me detuve. No la miré de inmediato, apreté la mandíbula. Ella se cubrió la boca con la mano, nerviosa.
—Se dice pies —corregí entre dientes, bajando la voz como si se lo estuviera diciendo al viento—. Pies…
Ella se quedó callada unos segundos. Luego la escuché susurrar muy bajito, como si probara la palabra en su boca.
—Pies…
Tuve que morderme el interior de la mejilla para no reírme. No porque fuera gracioso… sino porque era absurdo que algo tan simple como su torpeza me desestabilizara.
Elegí uno de los autos que no usaba con frecuencia, un sedán negro que pasaba desapercibido.
No quería llamar la atención de nadie.
Abrí la puerta del asiento del copiloto. Ella parecía aterrada. Respiré, intentaba mantener mis niveles de autocontrol.
Sus movimientos eran torpes, como si no supiera qué hacer con sus manos, con su vestido, con su propia presencia.
—¿Necesitas una invitación por escrito? —pregunté sin paciencia.
Negó y subió con cuidado.