La miré con el ceño fruncido, molesto, dispuesto a apartarla. Pero me detuve.
Porque algo en su rostro; ese desconcierto brutal, el miedo, esa forma en que los ojos se le aguaban mientras respiraba entrecortado, no era una actuación. No era drama. Era real.
Cerré la mandíbula y apreté los dientes.
—Respira —le ordené con voz baja, firme.
Ella apenas me escuchaba, enterró más los dedos en mi brazo.
—Mírame —dije, al tiempo que levanté su rostro con dos dedos bajo su barbilla.
Sus ojos humedecidos se encontraron con los míos.
—No va a pasar nada. Solo sube. Eso es todo.
Inspiró temblorosa. Luego otra vez. Y otra. Su pecho subía más rápido que el ascensor.
Me aseguré de mantenerla firme contra el suelo, sin soltarla del todo. Su agarre disminuyó poco a poco, pero seguía aferrada, como si yo fuera la única cosa que le impedía caer al vacío. O perder el control.
Mal-di-ta-se-a.
El ascensor se detuvo con un leve susurro. El sonido fue tan sutil que ella ni siquiera se dio cuenta hasta qu