—Un contrato que nos beneficiará a ambos —dije con voz seca.
—¿Un contrato…? —repitió ella, como si las palabras le supieran amargas en la boca.
Sus pupilas se dilataron.
—¿Ya… ya no hicimos una cosa de esas que usted llama contrato?
—Sí —asentí sin emoción—. Pero este será diferente.
Levanté la vista hacia el frente, perdiéndome en la nada. Ni siquiera yo sabía cómo explicarle con seriedad esa idea absurda. De hecho, quería reirme histéricamente, todo era tan estúpido, tan propio de una novela mal escrita.
—Mi abuelo dejó una cláusula en su testamento —empecé como si relatara un informe y no una locura—. Estipuló que, antes de cumplir los treinta, debo estar casado. Si no, pierdo todo.
Su respiración se agitó, como si a su alrededor el aire se volviera pesado. La miré de reojo. Su rostro era un poema de confusión, intentaba armar un rompecabezas con piezas que no encajaban.
Ella no entendía qué tenía que ver con todo eso. Y lo peor es que, en el fondo, yo tampoco lo entendía.
—Así