Fabián caminaba por la terraza del penthouse de su hermana como quien calcula el momento exacto para estallar.
Helena había pasado los últimos quince minutos hablando sin parar de Albert, de Emily, de la falta de respeto, de los rumores, de la “humillación” que había sido aquella cena donde él —su propio hermano— osó apoyar a su futuro cuñado en vez de a ella.
—¿¡Qué clase de traición es esa!? —gritó Helena, alzando una copa de vino con más dramatismo que intención.
Fabián no contestó al instante. Le costaba mucho procesar cómo una mujer brillante y fuerte podía convertirse en una adolescente caprichosa cuando las cosas no salían como quería.
—Helena, lo que tú llamas traición… yo lo llamo sentido común.
—¡¿Sentido común es decirle a Albert que me deje!? ¡¿Que abandone un compromiso de años, una familia, un legado?!
—¿Y tú crees que eso lo hace feliz?
—¡El amor no tiene nada que ver con esto!
Fabián alzó las cejas.
—Y ese, hermanita, es el maldito problema.
Helena frunció los labios.