El reloj marcaba las siete y cuarenta de la noche cuando Albert entró a su penthouse, aún con la tensión del día colgándole de los hombros como un abrigo de plomo.
Dejó las llaves sobre la mesa de mármol, se aflojó la corbata y se sirvió un whisky. Dos hielos. Nada de cenar. Nada de televisión. Solo silencio. Silencio y pensamientos como cuchillos.
No podía seguir. No así.
Encendió su teléfono y, por impulso —o por necesidad— marcó el número de su abogado personal, el mismo que había redactado aquel maldito contrato hace más de una década.
—¿Albert? —respondió la voz grave y metódica del abogado—. ¿Todo bien?
—Necesito que nos veamos mañana a primera hora. En la oficina o donde sea.
—¿Es sobre la boda?
Albert apretó los dientes.
—Es sobre como evitarla.
A la mañana siguiente
Emily archivaba documentos cuando lo vio llegar. Albert caminaba con determinación, su teléfono en una mano y una carpeta negra en la otra. Cruzó la oficina sin mirar a nadie. Ni siquiera a ella.
Algo se removió d