Esa tarde, Emily empujó la puerta de su apartamento con los ojos hinchados y los hombros caídos como si le hubieran colgado el mundo encima. El único sonido que la recibió fue la música de una serie turca sonando desde la televisión y el sutil crujido de una caja de arroz chino siendo saqueada con fiereza.
—¿Val? —murmuró con la voz quebrada.
Valeria, que estaba desparramada en el sofá con el moño deshecho y salsa agridulce en la comisura de sus labios giró la cabeza y la miró.
—¡Mi amor! —tiró los palillos al aire como una heroína lista para entrar en acción.
Emily cerró la puerta con torpeza, y en cuanto Valeria se levantó, la escena fue una sola: Emily se lanzó sobre ella, sollozando, y la abrazó como si acabara de sobrevivir a un apocalipsis emocional. Valeria no preguntó nada al principio. Solo la sostuvo. Le acarició la espalda. Y dejó que llorara como una niña perdida.
—Shhh… ya, Em. Ya pasó.
—Me gritó. Me insultó delante de todos. Me llamó… me llamó ramera.
—¿Helena?
Emily asi