El lunes en la mañana Emily, llegó puntual a la oficina.
Tenia una coleta impecable, maquillaje neutro, y un vestido azul marino que decía: soy la eficiencia hecha mujer. Saludó a todos con un cortés “buenos días” y se dirigió a su escritorio sin titubeos.
Albert ya estaba en su oficina. La vio llegar desde la rendija de la persiana y esperó una mirada, una sonrisa, una seña.
No recibió nada.
Ni un “hola”, ni un “maldito viernes”. Solo silencio.
Y eso lo mataba.
—¿Emily? —llamó por el intercomunicador.
—Dígame, señor Brown —respondió ella, sin emoción.
—¿Podrías venir un momento?
—Enseguida.
Entró sin golpear, sin mirarlo, con su libreta en mano.
—¿Qué necesita Sr. Brown?
Él tragó saliva.
—Solo quería saber… cómo pasaste el fin de semana.
—Tranquilo, gracias. ¿Hay algo más?
—Emily… —comenzó, pero ella lo interrumpió.
—Prefiero mantener nuestras conversaciones laborales. Es lo más conveniente para ambos, señor.
La palabra “señor” lo atravesó como una lanza con perfume de indiferencia.