La casa estaba en completo silencio… por primera vez en días.
Emily estaba en la sala, en pijamas de algodón, una copa de vino (sin alcohol… gracias, gemelos número dos) en la mano, y el cabello recogido en una trenza floja que ya había perdido toda estética. Leo, Alexander y Ariadne dormían en la habitación contigua —milagrosamente— y Albert estaba en la cocina preparando algo que decía ser “cena gourmet” pero que probablemente acabaría siendo sándwiches con nombres franceses.
Mientras Emily acariciaba su vientre, sintiendo las primeras burbujas de vida moverse dentro de ella, recordaba todo lo que había tenido que pasar para llegar a donde estaba en estos momentos. Un esposo devoto, unos niños increíbles que estaban cada uno formando sus propias personalidades y dos más que venían en camino. Esta vez serían dos niñas. Qué más le podía pedir a la vida. Era feliz.
Suspiró con una sonrisa. El caos era su nueva normalidad. Y lo amaba.
Pero algo faltaba.
Miró su celular por quinta vez es