Emily
El zaguán de la mansión Brown era tan intimidante como recordaba. Techos altos, cuadros antiguos, mármol por doquier y ese silencio de mausoleo que parecía decir: “Si no tienes apellido, no perteneces aquí”.
Pero Emily sí estaba allí. Porque Helena lo había organizado así. Porque la señora Brown había pedido “verla personalmente”.
—Señorita Thompson —dijo la ama de llaves con su típica sonrisa ensayada—, la señora la espera en el salón azul.
Emily tragó saliva. Iba con un vestido sobrio, carpeta en mano, y el corazón dándole vueltas en el pecho.
El salón azul era una habitación lujosamente decorada, y sentada en uno de los sofás estaba Margaret Brown, impecable como una escultura de hielo en Chanel. Sostenía una taza de té como si fuera una reliquia.
—Gracias por venir Emily—dijo sin levantarse—. Siéntate, por favor.
Emily lo hizo, con las piernas cruzadas y los nervios en el cuello.
—He escuchado tu nombre varias veces en los últimos meses. En reuniones. En eventos. En conversa