La mañana amaneció con un cielo despejado, como si incluso el universo hubiera decidido alinearse con los planes de las familias Brown y MCNeil. En la mansión costera de los Brown, todo era un torbellino de actividad, lujo y euforia contenida. El jardín había sido transformado en un escenario sacado de una revista de bodas de alta gama: flores blancas y champagne cubrían cada rincón, cortinas de tul colgaban de pérgolas de madera envejecida, y una sinfonía suave sonaba de fondo, cortesía de una orquesta traída desde París.
Helena se miró en el espejo mientras su estilista ajustaba el velo de encaje bordado con perlas. Su vestido, diseñado exclusivamente para ella por una casa italiana, se ceñía a su cuerpo como una segunda piel, etéreo, fastuoso, majestuoso.
—Estás divina, hija —dijo su madre, con lágrimas de emoción contenida.
—Ya era hora de que todo este esfuerzo diera fruto —respondió Helena con una sonrisa que parecía tatuada en el rostro—. Diez años no se esperan en vano.
Desde