Albert llegó al antiguo apartamento de Valeria dos días después de recibir la carta.
Llevaba flores. No las típicas rosas de disculpa: eran peonías, las favoritas de Emily. Lo había descubierto revisando en secreto su calendario digital de cumpleaños y notas personales. También llevaba una bolsa con empanadas argentinas del pequeño local que a Emily le encantaba —ese que descubrieron juntos en un almuerzo informal entre reportes y risas nerviosas.
Estaba decidido. Ya no importaban ni la familia, ni el apellido, ni la empresa. Había pasado las últimas 48 horas cancelando reuniones, delegando funciones, y haciendo lo impensable: romper con las reglas impuestas por generaciones.
Porque si no luchaba por Emily ahora… la perdería para siempre.
Tocó la puerta. Esperó.
Nada.
Volvió a tocar. Una, dos veces más.
—¿Hola? —preguntó al fin, mirando hacia los lados.
Una vecina mayor, que regaba plantas en el balcón, se asomó.
—¿Busca a las chicas que vivían ahí? La doctora… Valeria, y Emily creo.