La mañana empezó con una vibración distinta en el aire. O quizás era solo Emily, que después de soñar que se casaba con una galleta de jengibre con el rostro de Albert, necesitaba urgentemente una terapia… o dos cafés cargados.
Llegó a la oficina tarareando una canción de los 90’s y con su infaltable taza de “Jefa del caos” en mano, cuando notó algo raro.
Demasiado silencio.
Demasiada atención.
¿Demasiados perfumes masculinos flotando en el ambiente?
—¿Me perdí el casting de The Bachelor? —murmuró mientras caminaba hacia su escritorio.
Allí lo vio.
Un hombre alto, moreno, con un aire europeo y una sonrisa peligrosa de esas que podrían declarar la Tercera Guerra Mundial si se usaran como arma. Vestía con elegancia despreocupada y hablaba animadamente con la recepcionista, quien, para variar, había olvidado respirar.
Cuando sus ojos se encontraron con los de Emily, el hombre sonrió como si la hubiera estado esperando toda la vida.
—¿Emily Thompson? —preguntó, avanzando hacia ella con pa