Emily llegó a la oficina más temprano que nunca.
No porque quisiera —Dios sabía que habría preferido quedarse bajo las sábanas fingiendo que la noche anterior había sido una pesadilla—, sino porque algo en su interior no la dejaba tranquila. Una mezcla entre presentimiento y necesidad de escapar del bullicio social del desayuno familiar que seguramente Helena ya habría organizado en su mansión de porcelana y mentiras.
Al llegar, lo primero que notó fue la caja de donas glaseadas sobre su escritorio. Y una nota.
“Para el único ser humano que logró sobrevivir una cena con mi familia sin volverse alcohólico. —A.B.”
Emily sonrió a medias.
—Albert y sus gestos —murmuró, abriendo la caja—. Lástima que esté comprometido con Cruella De Vil.
Justo en ese instante, como si el universo tuviera un humor particularmente cruel, el elevador se abrió.
Y salió Helena. Perfectamente peinada. Con tacones que sonaban como amenazas sobre el mármol. Llevaba un conjunto blanco inmaculado y un gesto que mez