Capítulo 3 – La llamada

—¿Qué sucede? —preguntó Carmen, notando la tensión que lo envolvía.

Nicolás se volvió apenas.

—Nada… asuntos de trabajo.

Contestó. Su voz se volvió fría, contenida.

—¿Ahora? No, dije que esta noche no…

Pausa.

El silencio del otro lado pareció helarlo.

—¿Qué? ¿Estás seguro?

Otro silencio. Luego, un suspiro pesado.

—De acuerdo, voy para allá.

Colgó. Su mirada buscó la de Carmen, y por un instante pareció debatirse entre quedarse o irse.

—¿Pasa algo malo? —preguntó ella, acercándose.

—Nada de que debas preocuparte —respondió con una media sonrisa—. Pero tengo que irme.

Carmen sintió un pinchazo de decepción.

—¿Así termina la noche? —intentó bromear, aunque su voz tembló un poco.

Él se inclinó y la besó con suavidad.

—No quería que terminara.

Se miraron por unos segundos que parecieron eternos.

—¿Volveré a verte? —preguntó ella, en un hilo de voz.

Él sonrió, tocándole el rostro con los dedos.

—Claro que sí. Te lo prometo.

Y sin decir más, se colocó el saco, tomó sus llaves y salió.

El eco de la puerta al cerrarse resonó en el pecho de Carmen más de lo que esperaba.

Se quedó sola, envuelta en el silencio de aquella habitación que aún olía a él.

Durante un rato permaneció inmóvil, mirando la puerta como si esperara que regresara.

Pero no regresó.

Suspiró, se vistió lentamente, tratando de ordenar sus pensamientos.

Había sido solo una noche, una aventura, se repetía una y otra vez.

Aun así, algo dentro de ella no podía ignorar la sensación de que aquel encuentro había cambiado algo profundo, invisible.

Tomó su teléfono y vio varias llamadas perdidas.

Todas del mismo número.

De repente, el aire se volvió pesado.

Marcó de vuelta, con manos temblorosas.

—¿Ana? —preguntó al oír la voz al otro lado.

—Señorita… por favor,

¿Qué sucede? ¿Dónde está?

—En el hotel Imperial. ¿Qué sucede?

—Tiene que venir. Su padre… —La voz se quebró—. Su padre ha tenido un accidente.

Carmen sintió cómo el corazón se le detuvo.

—¿Qué tipo de accidente? —preguntó, aunque ya sabía que no quería la respuesta.

—Por favor, venga al hospital Central.

No recordaba cómo llegó allí. Solo recordaba la lluvia cayendo otra vez, el ruido del taxi, las luces de la ciudad que se confundían con sus lágrimas.

El conductor hablaba, pero ella no lo escuchaba.

Su mente repetía una sola palabra: no.

Cuando bajó frente al hospital, el aire olía a desinfectante y metal.

Corrió hacia la recepción, con el abrigo empapado y el cabello pegado al rostro.

—Ernesto Silva —dijo, sin aliento—. Mi padre. Me llamaron hace unos minutos.

La recepcionista la miró con una expresión que Carmen reconoció al instante.

Esa mezcla de compasión y silencio.

—Sala de emergencias, al fondo —dijo apenas.

Carmen corrió. Su corazón latía tan fuerte que creía que se le rompería el pecho.

Al llegar al pasillo, vio a Laura, su amiga, llorando junto a un policía.

—¡Laura! —gritó.

La mujer levantó la vista, sus ojos enrojecidos.

—Carmen… —susurró, y su voz se quebró—. Lo siento tanto.

Carmen sintió que el suelo desaparecía bajo sus pies.

—No… no me digas eso. Dime que está vivo.

Laura negó, cubriéndose el rostro.

El policía se acercó.

—Señorita Silva… su padre fue atacado en la salida del edificio donde trabaja. Lo llevaron en estado crítico, pero no resistió.

Las palabras se clavaron como cuchillas.

Carmen dio un paso atrás.

—No… no puede ser. Lo vi ayer en la mañana. Estaba bien.

Intentó correr hacia la puerta de urgencias, pero el policía la detuvo.

—No puede entrar.

—¡Es mi padre! —gritó, empujándolo, pero él la sostuvo.

—Lo siento, señorita, por favor…

Carmen cayó de rodillas. No escuchaba nada más.

Solo el sonido distante de una camilla moviéndose, las voces apagadas de los médicos y el eco de su propio llanto.

No sabía cuánto tiempo pasó.

La lluvia golpeaba los ventanales con fuerza, como si el cielo llorara con ella.

Laura se acercó y la abrazó.

—Dijeron que fue un asalto, pero… —murmuró—. No robaron nada.

Carmen levantó la cabeza lentamente.

—¿Cómo que no robaron nada?

—La billetera, el reloj, todo estaba en su sitio. Solo… solo le dispararon.

El corazón de Carmen se encogió aún más.

Un asalto sin robo. Un ataque sin motivo.

Recordó la mirada tensa de su padre esa mañana, la llamada misteriosa, las advertencias.

Todo cobró sentido en un segundo aterrador.

—Esto no fue un asalto —susurró.

—Carmen…

—Lo mataron —dijo, con la voz quebrada pero firme—. Lo mataron a propósito.

Horas después, cuando los trámites terminaron, salió del hospital.

El amanecer gris se había convertido en un mediodía sombrío.

Se sentó en una banca frente al edificio, empapada, con las manos aún temblando.

De pronto, su teléfono vibró.

Un mensaje.

De un número desconocido.

Carmen sintió un escalofrío recorrerle la espalda.

Miró alrededor, pero no había nadie.

Guardó el teléfono con manos temblorosas y se levantó.

Algo dentro de ella acababa de romperse.

Aquel día, comprendió que su vida acababa de cambiar para siempre.

El baile, la risa, la promesa de una noche… todo se desvaneció frente a la brutalidad del destino.

Solo quedaba el silencio.

Y una certeza en su mirada: no iba a descansar hasta saber quién le había hecho eso a su padre.

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