Mundo ficciónIniciar sesión—¿Cómo sabe mi apellido? —preguntó. Su voz sonó más aguda de lo que pretendía.
Él inclinó la cabeza, como si la pregunta lo divirtiera.
—¿No es obvio?
Y entonces los vio.
Dos anillos idénticos en su mano. Los mismos que habían llegado a casa hacía un mes con el representante del duque. Los que su padre había guardado cuidadosamente en el escritorio mientras discutía “los términos del compromiso”.
—Nicolás —susurró Carmen.
—Finalmente —dijo él, quitándose la máscara—. Pensé que nunca lo adivinaría.
Su rostro era exactamente como lo había imaginado… y completamente diferente al mismo tiempo. Atractivo, sí, pero había algo más en sus facciones: una intensidad que le despertaba un recuerdo lejano que no lograba ubicar.
Por un instante, el mundo pareció detenerse. Carmen seguía mirándolo, intentando procesar lo que acababa de descubrir, cuando un murmullo creciente se extendió entre los invitados. No tuvo tiempo de reaccionar antes de que una risa familiar helara el aire.
—Vaya, vaya… parece que nuestra Carmen no ha perdido el gusto por los juegos de fantasía —dijo Andrea, avanzando con Daniel a su lado.
Su tono era tan dulce como venenoso, y su sonrisa, la misma de siempre: esa que usaba antes de clavar el cuchillo.
—¿Qué quieres, Andrea? —preguntó Carmen, sin ocultar su fastidio.
—Nada, solo saludar a mi prima —respondió, fingiendo inocencia—. Me alegra ver que ya encontraste un nuevo entretenimiento.
Miró a Nicolás de arriba abajo, con burla apenas disimulada—. Aunque no creí que te conformaras con un hombre que tiene que esconderse detrás de una máscara.
Daniel soltó una risa incómoda.
—Andrea… —Intentó advertirle, pero ella lo ignoró.
—Oh, no te ofendas, Carmen —continuó ella, con voz empalagosa—. Es solo que cuesta creer que alguien como él quiera comprometerse contigo después de que todos sabemos… bueno —sonrió con malicia—, lo rápido que te reemplazaron.
Un murmullo recorrió el salón. Carmen sintió la sangre hervirle en las venas, pero se obligó a mantener la cabeza en alto.
—Si vas a decir algo, dilo sin rodeos, Andrea —replicó con firmeza—. O al menos intenta no hacer el ridículo frente a todo el salón.
Andrea abrió la boca para responder, pero una voz profunda la interrumpió.
—Creo que ya fue suficiente.
El silencio cayó de golpe. Nicolás dio un paso al frente, y el aire pareció tensarse a su alrededor. Su mirada era fría, cortante.
—No tengo paciencia para los chismes de salón ni para quienes confunden elegancia con crueldad.
Andrea intentó mantener su sonrisa, pero su tono perdió fuerza.
—¿Y tú quién eres para hablarme así?
Nicolás se enderezó, imponiéndose sin necesidad de alzar la voz.
—Soy el hombre al que están insultando cuando se burlan de ella.
Hizo una breve pausa, y con un movimiento deliberado, tomó la mano de Carmen ante todos los presentes.
—Esta es mi prometida.
El murmullo de la multitud se convirtió en un silencio absoluto.
Daniel parpadeó, confundido. Andrea empalideció.
Nicolás añadió con calma, pero con una autoridad que no dejaba espacio a réplica:
—Y no permitiré que nadie la humille. Ni hoy ni nunca.
Por primera vez, Andrea no tuvo respuesta. Se limitó a apretar el brazo de Daniel y apartarse, intentando conservar la dignidad que le quedaba.
Antes de que pudiera procesar lo que ocurría, él le tomó la mano y la condujo hacia un rincón en penumbra. Carmen no protestó. Tal vez debería haberlo hecho, pero había algo inevitablemente correcto en todo aquello.
Y entonces se besaron.
No era su primer beso, pero se sintió como si lo fuera. Las manos de Nicolás encontraron su rostro, y ella se inclinó hacia él, como si hubiera estado esperando ese momento toda su vida. Cuando por fin se separaron, ambos respiraban agitadamente.
—¿Es esto un sueño? —murmuró, sin pensar. Era tan parecido a aquel sueño...
Nicolás se inclinó hacia ella y le mordió suavemente el lóbulo de la oreja. Un escalofrío le recorrió la espalda.
—¿Aún crees que es un sueño? —susurró contra su oído.
Quiso besarla otra vez, pero algo dentro de ella se resistió.
Sus dedos rozaron su nuca y se detuvieron.
—Una mariposa —murmuró, trazando suavemente la forma sobre su piel.
Era su marca de nacimiento. Pocas personas la habían visto, y aún menos la habían tocado.
—Es perfecta —dijo, aunque en su voz había algo extraño. Algo como si hubiera encontrado lo que estaba buscando.
Él la miró y murmuró con voz baja:
—Vamos.
—¿A dónde? —preguntó Carmen.
—Ya lo sabrás —respondió.
Subieron a su automóvil. El motor rugió y, en cuestión de minutos, llegaron frente a un hotel enorme, cuyas luces doradas se reflejaban en los ventanales como brasas en la noche.
Más tarde, entre risas y copas, él la tomó de la mano y la llevó hasta una habitación.
del hotel.
Por fin, esa puerta se abrió y él la empujó adentro. La abrazó tan vigorosamente como pudo, la levantó en el aire y la sentó en un buró. No podía contenerse, y ella lo llamaba con sus besos, con sus talones cerrándose sobre su cintura, con esos ojos verdes nublados que lo perforaban.
Ella también lo abrazó del cuello y él le plantó un beso para comérsela. Uno de sus zapatos cayó al piso. Cerró los ojos y dejó de pensar, de cuestionarse, de preguntarse. Hacía tanto que no sentía esa fuerza liberadora de no medir las consecuencias. Le subió el vestido por los muslos, desesperado por tocar su piel. Era suave, tibia, y cuando llegó a la ropa interior, la sintió empapada, toda mojada para él. Ella gimió su nombre, y eso lo descontroló por completo. Le arrancó el encaje de un tirón, sin cuidado, sin delicadeza.
Ella susurró un “sí” y en esa sola palabra había entrega. Él la miró a los ojos mientras le metía dos dedos. Entraron sin dificultad, recibiéndolo. Ella se arqueó hacia atrás, apoyándose en las manos con el cabello cayendo sobre un hombro. Era la cosa más hermosa que él había visto en su vida. Y era suya, al menos por esa noche. Eso era lo único que le importaba.
Ella jadeaba sin parar, sin dejar de mirarlo, mostrándole sin vergüenza lo que él le provocaba. Una de sus manos comenzó a masajearse un seno, y la de él aceleró. Su cuerpo se tensaba, se relajaba, apretaba más la cintura con las piernas, se retorcía toda y gemía con la boca abierta. Él solo quería verla acabar, venirse en sus dedos.
Y entonces ella le hizo estallar la cabeza. Entre “sí”, “así” y “más”, ella escurrió sus dedos ahí, en ese punto sensible que ya estaba listo y esperando. La mano que tenía libre se aferró a su cabello, lo atrajo un poco más hacia ella y lo besó, metiéndole la lengua hasta la garganta.
De pronto, le costó respirar y se apartó. Sus ojos verdes seguían anclados en los de él. Él miró un segundo hacia abajo, hacia donde sus dedos se perdían dentro de ella, inundados de su deseo líquido, y donde los suyos dibujaban patrones cada vez más erráticos. Ella estaba por acabar.
—Acaba para mí, Carmen —le dijo, y ella apretó la mandíbula.
Ella se deshizo. Se vino con un gemido ahogado, temblando toda, apretándole los dedos, palpitando, contrayéndose. A él se le reseteó el cerebro al verla estirarse hacia la pared, balbuceando, luchando por recuperar el aire. Se quedó quieto, idiotizado por esa imagen.
Cuando ella se incorporó y pudo respirar de nuevo, lo empujó hacia atrás y se bajó del buró. La mano de él era un desastre, uno divino. Y allí los dos se entregaron por amor. Carmen se sintió por primera vez amada de verdad.
Carmen creía que su vida feliz acababa de comenzar, pero no se imaginaba que al día siguiente la esperaba una desgracia.







