Beatriz sonrió, satisfecha. Se puso el guante con calma y ordenó al lacayo:
—Sácala de mi vista. Llévala al lavadero. Que lave toda la ropa de cama de la mansión. Y si esa cosa vuelve a acercarse a la casa principal oliendo a estiércol, la mataré yo misma y le diré a Nicolás que fue un accidente.
Valentina pasó las siguientes tres horas en el lavadero del sótano, fregando sábanas de seda y toallas gruesas con agua casi hirviendo. Tenía las manos rojas, la piel agrietada y el cuerpo molido por el esfuerzo y el frío acumulado.
Sin embargo, la humillación de Beatriz no había logrado doblegarla. Al contrario, le había dado claridad.
Valentina analizaba cada palabra mientras frotaba las manchas. La necesidad de Beatriz de venir a presumir, de explicarle con tanto detalle su supuesta noche de pasión, confirmaba dos verdades: el miedo patológico de Beatriz a ser reemplazada y la maestría manipuladora de Nicolás.
«Es un pararrayos», había dicho Beatriz.
Valentina entendió. Nicolás le había di