El amanecer no trajo calidez, solo una luz grisácea y enferma que se filtraba por las rendijas del techo de madera. El olor a estiércol, paja húmeda y el rancio aroma de una noche que parecía haber durado un siglo, eran el perfume que recibía a Valentina.
Había regresado al establo antes de que saliera el sol, obligada por el jefe de seguridad para mantener la coartada. Ahora se movía entre los boxes con la lentitud autómata de quien cumple una sentencia, limpiando lo que ya estaba limpio, solo para mantener las manos ocupadas y la mente lejos del abismo.
Se había quitado el traje de servicio mojado y sucio, sustituyéndolo por uno seco que encontró en el armario de suministros, pero la suciedad de la noche anterior ya sentía que era parte de su ADN. No se podía lavar con agua y jabón.
Su mente repasaba el encuentro brutal con Nicolás en un bucle interminable. No se engañaba; aquello no había sido amor. Había sido dominación, un acto de guerra biológica. La violencia del beso y la pose