Dentro de la habitación, la atmósfera era irrespirable.
En cuanto la puerta se cerró, Nicolás dejó de contenerse. Con un movimiento brusco, empujó a Beatriz lejos de él. Ella tropezó y cayó sobre el colchón de seda, con el cabello revuelto y la bata abierta, una imagen de decadencia y furia.
Nicolás aseguró el revólver en su cinturón, lejos del alcance de ella, y la miró con una mezcla de incredulidad y desprecio.
—¿Qué te sucede, Beatriz? —preguntó, su voz baja y peligrosa, controlando las ganas de estrangularla allí mismo—. ¿Cómo es posible que te atrevieras a dispararme? ¿Has perdido el juicio por completo?
Beatriz se incorporó en la cama, apoyándose en los codos. No había arrepentimiento en su rostro, solo el despecho de una mujer herida en su orgullo.
—¿Que si he perdido el juicio? —replicó ella, escupiendo las palabras—. Tú eres un idiota, Nicolás. Un cínico desgraciado. Vienes de revolcarte con tu amante en el fango, oliendo a establo y a sexo barato, ¿y tienes el descaro de pr