El sonido no fue un simple estruendo; fue una fractura en la realidad.
El disparo atravesó las paredes de la mansión, rompió el silencio de la lluvia y llegó hasta los establos como un trueno seco y definitivo. En la oscuridad del box, donde minutos antes había reinado la pasión, Valentina se quedó paralizada. El aire se congeló en sus pulmones.
Su cuerpo reaccionó antes que su mente. Una punzada aguda, física y brutal, le atravesó el pecho, justo en el lado izquierdo, como si la bala invisible hubiera impactado en su propio corazón.
—¡Nicolás! —gritó, un sonido desgarrado que se perdió entre los relinchos asustados de los caballos.
Sus piernas fallaron. Cayó de rodillas sobre la paja, con las manos aferradas a su pecho, jadeando. Una lágrima solitaria, ardiente y pesada, trazó un camino por su mejilla embarrada de barro. La certeza de la tragedia la golpeó con la fuerza de un maremoto. Él no. Por favor, Dios, él no.
Desde su posición en el suelo, a través de las inmensas puertas abie