La mano de Nicolás se había cerrado alrededor de la muñeca de Beatriz con una fuerza implacable, obligándola a soltar el látigo. El cuero cayó al suelo con un chasquido sordo, el sonido más alto en el silencio cargado de amenazas.
Beatriz se liberó de su agarre, furiosa. Su rostro, enrojecido por el esfuerzo y la humillación, apenas contenía el odio.
—¡Me has avergonzado, Nicolás! —siseó, olvidando por un momento que era su noche de bodas—. ¡Esta esclava me faltó al respeto! ¿Por qué la defiendes?
Nicolás ni siquiera la miró. Su mirada se mantuvo fría y calculadora, fija en Valentina, que todavía se abrazaba el antebrazo herido.
—En esta casa, yo administro las herramientas —dijo, y la palabra 'herramientas' se sintió como una puñalada helada dirigida a Valentina—. Si mi propiedad te ofende, me lo notificas. Pero no toques lo que me pertenece.
Beatriz captó la ofensa. Sus ojos se clavaron en Valentina con una promesa silenciosa de dolor futuro.
—Bien. Que así sea —escupió la recién ca