La orden de Beatriz la obligaba a llevar pilas de ropa de cama desde las habitaciones de invitados hasta el lavadero, un viaje agotador por la escalera principal, donde la luz de los ventanales la exponía al personal y a la mirada furtiva de las cámaras. Era una humillación física, pero Valentina usó cada viaje como un punto de observación.
Al llegar al segundo piso, se dirigió a las habitaciones que daban al jardín principal. Dejó caer intencionalmente una manta sobre el balcón del ala este, la que tenía una vista directa al viejo reloj de sol.
—¡Qué torpe soy! —dijo en voz alta, asegurándose de que el guardia de turno en el pasillo la escuchara.
Salió al balcón bajo el pretexto de recuperar la manta, pero su mirada se clavó en la base de piedra del reloj de sol. El diseño antiguo tenía una pequeña grieta ornamental. Si Fernando había dejado una nota, estaría allí.
En su último viaje de descenso, con el corazón latiéndole a un ritmo frenético, Valentina se detuvo momentáneamente en e